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Diarios perdidos de otros tiempos.
Camino sin rostro por la vereda de enfrente, frente a la muerte de muchas miradas, contando deshoras y desdichas que arrastran y me arrastran.
Camino sin rostro aparente, con luces de fuegos artificiales resplandeciendo en reflejos ventanales, dejé la nariz en un bolso sangrante la semana pasada, los ojos se quedaron en el río de la plata hace apenas unos días, la boca se me echó a correr hasta ella, y con su sonrisa después pedaleaba en una bicicleta de madera que robó en Montevideo.
Ahora hay rayos en la noche de eclipses, hay eclipses de mares salados, hay millones de palabras en la existencia nuestra que se vuelven una mancha tautológica en la órbita de los ojos, en la yema de los dedos, en los árboles, en las paredes y en cualquier oído que no pretenda fingir y regalar esas valiosas hipocresías ante la muerte.
Así camino, sola, camino por los valles asuncenos leprosos de piedra y desnivel, saltando por las grietas torpes que vomitan soles, así camino hacia el sur, no llego todavía a mi sur, la rosa de los vientos –radiante, rompiente- destroza las ráfagas de su mismo nombre para mantenerme de este lado, que no es su lado, y caigo, recaigo, soy re-cayente, soy suelo, baldosa, cemento y tierra mojada.
La leo y levanto una bocanada, asidero que vuelca sus asas por líneas cutáneas, me sube por la carne peatonal, esa que me dice y me habla de la gravedad, pero sube a pesar de las leyes, y emerge entre puntos rojizos, entre arañas y galaxias que se forman en la piel que me contiene y me deja andar, hierve en mi, en mis senos, rompe en las olas de mi rostro olvidado. “La leo” pienso y escribo; arráncame los huesos que ya nada puede doler más que el sabor dulce de lo que es amarte.
⚢
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