Inagotable ella, leerla inagotable

Leerla a ella, desde el principio, fue como posarse ante una pintura descomunal, cuyos colores te invaden tan deprisa que los confundes con las venas que te recorren, como ser tocada por cada reflejo de luz y acento que te dejan ciega sólo para mostrarte lo infinito. Leerla es quedarse llorando desde un lugar que acabas de conocer en ti, es quedarse quieta como el frío de nieve y norte. Helarse, eso. Leerla es helarse. Es no dejar de recorrer la pintura desde arriba, desde abajo, acaso desde el centro ¿y cuál es el centro? Es no saber quién es pintura, si el ajolote o yo. Seguir leyéndola, con cada palabra, cada espacio vacío, cada acento, cada negación de las otras millones de palabras para ser esas, cada signo, cada una de sus representaciones, y sin embargo seguir fría, tiesa. Leerla es terminar y no querer encontrar sino un camino de vuelta, y ella es vuelta a la escritura, a la pintura de nuevas letras, a un retorno jamás igual a sí mismo. Leerla es mi intertexto. No haber entrado por una puerta lineal es leerla, desentender el mundo es leerla. Punto final con garganta envuelta en revoloteos al óleo. No hallar punto final porque la palabra sigue, ausente, presente. Contradicción, ambivalencia, paradoja. Leerla es paradoja. Es paradoja leerla. Como si en lo escrito hiciera un mapa de mi cuerpo, en mi cuerpo, y la representación misma diera sentido y coherencia a mi vida, como si me posase frente a la pintura que es mi imagen posando frente a la propia pintura. Como si nada de eso fuera cierto y ella supiera ser un espacio oculto de mis propias muertes, letras, de esa prosa poética. 

 






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