Apuntes sobre la herida (I)

Es posible despertarse a media mañana con un dolor insoportable en lo que piensas es el riñón, levantarte trabajosamente, sentir el ardor quemante en las paredes de tu piel desde dentro, moverte como si el tiempo te retuviera en el segundo anterior y sentir los minutos caer sobre tu cuerpo. Con el día el dolor pesa más. Los dedos se pasean con indiferencia en tus ataduras, tortura sin piedad, agujas entran y salen del cementerio que es mi columna. Hay una línea espinosa atravesando mis recuerdos. Esto no es del miedo experimentado antenoche a causa de las irrupciones imaginarias del intruso. Esto no es de la ansiedad acentuada estas semanas por el rumbo de la vida misma (la de una, claro) ni tampoco tiene que ver con la década que llevo esperando, sentada con la columna rota, a ver el futuro malogrado. Es decir, estas noches lastimeras en las que te sometes al escrutinio del fracaso, del abandono, de las ventanillas de avión y los lenguajes diferentes, no son, no hablan del fundamento de la herida.

Estoy hablando de una herida fundamental entonces.

A saber…






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